“Papi, tú no dijiste nada acerca de torcerle los brazos a las personas” me dijo, e inmediatamente descubrí cuán peligroso puede ser crear una lista de reglas para tus hijos.[1]

El año que adoptamos a nuestra hija mayor, ella cursaba al primer grado de una escuela Montessori cercana. Allí había tenido algunos problemas para interactuar de manera constructiva con otros niños. Para ser específico, cuando las cosas no salían como ella quería en los juegos, alguien terminaba inevitablemente herido, y ese “alguien” nunca era ella.

No queriendo ser demandado por la escuela o por los padres de sus compañeros, yo creé una lista de prácticas que la gente civilizada percibe, de manera general, como formas inaceptables de responder con otra persona. Esta lista incluía las muchas actividades que mi hija ya había usado como – golpear, patear, dar puñetazos, arañar – más unas pocas prácticas adicionales que ella todavía no había usado pero que, era muy probable, que pronto las usaría, como el detonar una bomba termonuclear en el patio de juegos. Cada mañana yo le leía la lista y le señalaba como Dios nos llama a valorar a cada persona como alguien creado a su imagen. Todo funcionó muy bien por casi una semana. Luego, un viernes por la tarde, recibí una llamada de la escuela.

“Su hija tiene algo que quisiera discutir con usted”, me dijo la administradora. Ella le pasó el teléfono a mi hija, y las primeras palabras que oí fueron, “Papi, tú no dijiste nada acerca de torcerle los brazos a las personas”. Ella estaba en lo correcto. No había incluido esa acción en mi lista, lo que fue un recordatorio del peligro de crear una lista con reglas. Una vez que hacemos la lista, es fácil asumir que todo lo que deberíamos o no deberíamos hacer está incluido en la lista. Tan pronto como quedamos listos con la lista, pareciera que todo está bien—o eso creemos.

Las reglas son necesarias, pero nunca serán suficientes

El asumir que el mantener una lista de reglas logrará que todo lo que se haga sea correcto no se limita a la torcedora de brazos de siete años. “La naturaleza humana después de la caída”, como lo dijo un predicador alemán llamado Martín Lutero, “no es capaz de imaginar o concebir alguna forma de estar bien con Dios que no sean las obras de la ley”.[2] Aparte de la gracia de Dios en Cristo, cada uno de nosotros tiende a juzgar sus vidas y las vidas de otros con una lista de reglas y leyes.

El problema radica en que no habrá lista de reglas que pueda ser capaz de llevar a nuestros hijos a la vida.

Esto no es porque las reglas sean malas, sino porque nosotros somos malos (Ro. 7:12; 1 Tim. 1:9). Las listas de reglas y leyes nos proveen guías útiles para revelar nuestras deficiencias y para frenar la maldad, pero no pueden nunca producir la rectitud que lleva a la vida (Ro. 4:13; Gál. 3:24). Solo el evangelio puede llenar nuestras vidas con verdadera rectitud (Ro. 1:16; Gál. 3:6-9), y Dios nos da esa rectitud a través de la fe en el sacrificio de Jesucristo, completamente aparte de cualquier esfuerzo humano que nos lleve a chequear los puntos de cualquier lista (Ro. 3:21; 10:4-13). “La ley”, dice el evangelista D.L. Moody, “puede llevar a un hombre al calvario, pero no más lejos”.[3]

Los seguidores del Señor Jesucristo entendemos la centralidad del evangelio y los límites de la ley. Aun cuando se trata de la paternidad, puede ser difícil el ver cómo el evangelio debe modelar las guías prácticas diarias para nuestros hijos. Esto es, en parte, porque la paternidad requiere una lista, aparentemente interminable, de reglas que simplemente incrementan la posibilidad de que nuestros hijos ¡sobrevivan a la infancia! Si ninguno de nosotros ha creado reglas para nuestros hijos, nuestros preescolares de seguro hubieran pasado sus días clavándose las narices con clips, metiendo cuchillos de mantequilla en los tomacorrientes y viendo cuánto tiempo puede sobrevivir el hámster familiar en el microondas. Aun cuando los niños y los adolescentes crecen, ellos necesitan límites para mantenerlos lejos de inclinarse a senderos necios y destructivos.

El problema radica en que, algunas veces, esas listas y límites pueden llega a ser el foco primario de nuestra paternidad—muy a pesar del hecho de que somos completamente conscientes que ninguna ley puede producir un gozo permanente en esta vida, o frutos que duren más allá de esta vida.

Quisiera en este artículo desafiarte a que te preguntes algo muy sencillo: ¿Qué podría lucir diferente en nuestras prácticas diarias de paternidad si es que el evangelio remodela mis perspectivas y prioridades?

Antes que tratemos de entregar algunas respuestas, debo admitirte que no estoy hablando como un maestro que ha llegado a destino; estoy compartiendo esto como un peregrino que está viajando contigo. Lo hago como un padre que tiene hijos que van del segundo grado al segundo año de la universidad y que sigue luchando día a día para permitir que el evangelio remodele mis prácticas de paternidad. Por eso trato de recordar diariamente que una paternidad moldeada por el evangelio es difícil. Clava nuestras orgullosas y llenas agendas humanas a una cruz ensangrentada, y nos llama a seguir un propósito que es mucho más grande que la felicidad o el éxito de nuestros hijos. Quizás lo más difícil es que todo esto requiere que veamos a nuestros hijos mucho más allá ser simplemente nuestros y que podamos entregar sus futuros a un Dios que los ama mucho más de lo que nosotros pudiéramos hacerlo. Con eso en mente, miremos juntos cinco maneras con las que el evangelio puede remodelar nuestra paternidad.

  1. EL EVANGELIO REMODELA NUESTRA PATERNIDAD AL REVELAR LO QUE NUESTROS HIJOS REALMENTE SON

Para poder ver cómo el evangelio remodela la paternidad, recordemos, en primer lugar, lo que es evangelio y lo que hace el evangelio. El evangelio son las buenas nuevas de que Dios ha inaugurado su reino en la tierra a través de la vida, muerte y resurrección de nuestro Señor Jesucristo. Cuando nos arrepentimos y descansamos en la justicia de Cristo, en vez de la nuestra, el poder de su reino nos transforma, y venimos a ser participantes de la comunidad de los redimidos. Unidos con Cristo a través del Espíritu, somos adoptados como herederos de Dios y ganamos una nueva identidad que trasciende todo estatus terrenal. Esposos y esposas, padres e hijos, huérfanos y viudas, inmigrantes y ciudadanos, los adictos que luchan por recuperarse y la abuela abstemia—todos nosotros venimos a ser hermanos y hermanas a través del evangelio, “herederos de Dios y coherederos con Cristo” (Ro. 8:17; vean también Mt. 12:50; Lc. 20:34-48; Gál. 3:28-29; 4:3-7: Ef. 1:5; 2:12-22; Heb. 2:11; Stgo. 2:5; 1 Pe. 3:7).

Entonces, ¿qué significa esto para nosotros como padres cristianos?

Significa que nuestros hijos son más que nuestros hijos. Nuestros hijos son, antes que nada, potenciales o actuales hermanos y hermanas en Cristo.

Visto de esa manera, nuestra relación con nuestros hijos toma de repente un significado muy diferente. Yo permaneceré como el padre de mis hijas hasta la muerte, pero—en la medida en que ellos abracen el evangelio—yo permaneceré como su hermano por toda la eternidad. Como padre, soy responsable de proveer para mis hijas y prepararlas para la vida; como su hermano en el evangelio, estoy llamado a dar mi vida por ellas (1 Jn. 3:16). Como padre, las ayudo a ver su propio pecado; como su hermano, estoy dispuesto a confesarles mis propios pecados (Stgo. 5:16). Como padre, les llevo la verdad a sus vidas; como su hermano, les digo la verdad con paciencia, aun buscando la paz que solo el evangelio puede brindar (Stgo. 4:11; 5:7-9; Mt. 5:22-25; 1 Cor. 1:10). Como padre, disciplino a mis hijas para que ellas consideren las consecuencias de sus malas decisiones; como hermano, las discipulo, instruyo y las animo para que persigan los que es puro y bueno (Ro. 15:14; 1 Tim. 5:1-2). Como padre, las ayudo a reconocer el camino correcto; como su hermano en el evangelio, oro por ellas y busco restaurarlas cuando tuercen sus caminos (Mt. 18:21-22; Gál. 6:1; Stgo. 5:19-20; 1 Jn. 5:16).

Tus hijos y los míos son también seres eternos cuyos días durarán más que el ascenso y la caída de los reinos de esta tierra. Ellos, sus hijos y los hijos de sus hijos revolotearán tan brevemente sobre la faz de esta tierra antes de ser llevados a la eternidad (Stgo. 4:14). Si nuestros hijos vienen a ser nuestros hermanos y hermanas en Cristo, sus días en la tierra son preparatorios para la gloria que nunca acabará (Dn. 12:3; 2 Cor. 4:17-5:4; 2 Pe. 1:10-11). Los hijos son hermosos regalos de Dios—pero ellos son más que regalos. Si lo veo desde la perspectiva del evangelio, cada hijo en nuestra casa es, más que nada, un potencial o actual hermano o hermana en Cristo. Si es que nuestros hijos estarán de pie con nosotros en la gloria eterna, ellos no van a estar allí por ser nuestros hijos. Estarán al lado nuestro porque—y solo por esta razón—ellos han venido a ser nuestros hermanos y hermanas en Cristo.

¿Esto significa que, una vez que nuestro hijo viene a ser hermano o hermana en Cristo a través del evangelio, la relación padre-hijo, de alguna manera, desaparece? ¡Por supuesto que no! El evangelio no cancela los roles que están enraizados en la creación de Dios. Jesús y Pablo apelaron con libertad al orden de la creación de Dios como una guía para el liderazgo en la comunidad cristiana (Mt. 19:4-6; Mc. 10:5-9; Hch. 17:24-26; 1 Cor. 11:8-9; 1 Tim. 2:13-15). En vez de negar el orden de Dios en la creación, el evangelio añade una dimensión más profunda y rica que llena el diseño original de Dios.

  1. EL EVANGELIO REMODELA LA PATERNIDAD AL LLAMAR A LOS PADRES A SER DISCIPULADORES

¿Qué pasa cuando los padres empiezan a ver sus hijos como potenciales o actuales hermanos en Cristo? Los escritos de Pablo nos proveen una pista. El mismo apóstol, quien llamó a Timoteo para que anime creyentes más jóvenes como hermanos y hermanas cristianos, también le encomendó que los padres nutran a sus hijos “… en la disciplina e instrucción del Señor” (Ef. 6:4; vea también Col. 3:21). En otras cartas, Pablo aplica estos mismos dos términos—disciplina e instrucción—para ciertos patrones que caracterizan las relaciones de discipulado entre hermanos y hermanas en Cristo. La disciplina describe el resultado de ser entrenado en la Palabra de Dios (2 Tim. 3:16). Instrucción implica amonestación y guía para evitar comportamientos no sabios y enseñanzas impías (1 Cor. 10:11; Tito 3:10).

A la luz de estos textos, el mandamiento de Pablo de criar a los hijos “en la disciplina e instrucción” de Cristo sugiere que Pablo estaba llamando a los padres—y particularmente a los papás—a hacer mucho más allá que solo dirigir los comportamientos de sus hijos y proveer para sus necesidades. Como creyentes en Jesucristo, estamos llamados a relacionarnos con nuestros hijos tal como lo haríamos con no-creyentes en el mundo o creyentes jóvenes en nuestra iglesia, hablándoles el evangelio y entrenándoles en los caminos de Cristo (Mt. 28:18-20). La creación de Dios y la caída de la humanidad han ubicado a los padres como proveedores y disciplinadores. A través del evangelio, los padres cristianos han sido también llamados a ser discipuladores.

Este proceso de discipulado paterno es posible que luzca diferente en cada hogar. En mi hogar, esto significa un devocional familiar cada tarde del domingo, entrelazado con oraciones diarias y tiempos de discipulado familiar con cada uno de nuestros hijos. En otro hogar, podría ser un devocional nocturno familiar diario combinado con tiempos de conversación después de ir al cine o a un evento deportivo. Y aún en otras familias, podría tomar la forma de canciones y textos memorizados en el auto durante los viajes diarios. La manera precisa en que tú discipulas a tus hijos es negociable; la práctica misma no lo es. ¡Esto no es sugerir, por supuesto, que los padres cristianos deberían ser los únicos instructores bíblicos de sus hijos! Después de todo, la Gran Comisión de hacer discípulos fue dada a toda la iglesia como un llamado a alcanzar al mundo entero, incluyendo los niños (Mt. 28:19). Prácticas consistentes de discipulado deberían, sin embargo, caracterizar las prioridades de los padres en cada hogar cristiano.

Timothy Paul Jones sirve como Profesor C. Edwin Gheens de Ministerio de Familia Cristiana en el Seminario Teológico Bautista del Sur en Louisville, Kentucky, Estados Unidos. Él es el esposo de Rayann y son padres de tres hijas. La familia Jones sirve en el Ministerio de Niños y en el Liderazgo de Grupos Comunitarios de la Congregación Este de la Iglesia Sojourn Community.

 


[1] Este capítulo fue desarrollado de una transcripción de mi sesión de enseñanza en la Escuela de Liderazgo Masculino en la congregación de Jeffersontown de la Iglesia Sojourn Community el 24 de febrero del 2016. Algunas porciones de esa sesión de enseñanza fueron tomadas de Guía del Campo Ministerial Familiar (Indianápolis: Wesleyan:2011) y Ministerio Práctico Familiar (Nashville: Randall House, 2015).

[2] Martín Lutero, “Tertia Disputatio: Alia Ratio Justificandi Hominis Coram Deo”, Quinque Disputationes, thesis 6

[3] D.L. Moody, Notas desde mi Biblia (chicago: Revell, 1895), 152.